“Hace tiempo eres ceniza, pero siguen vivos, como ruiseñores, tus
cantos”. Después de Calímaco no es posible escribir poesía, ni siquiera
los versos más tristes. Ni esta noche ni nunca. El dolor de un poeta
nunca está a la altura. Así que poemas los justos. Poetas los justos. Si
acaso, los que saben callar. Mario Álvarez Porro (Sevilla, 1977) es uno
de ellos.
“La
poesía es una Ramera, se lanza a por ti, a adueñarse de todo”.
Vicente Núñez condena a la poesía que nos aísla en una realidad
auto-referencial, anulándonos. En La palabra en llamas
(Ediciones en Huida, 2013), Mario Álvarez hace arder las palabras, las
herramientas de la Ramera, pero su fuego es amigo, danza del
juego, discurso ético y estético: la verdad es mentira. Su poemario es
pura lírica, subjetividad, escritura sobre una escritura que ignora la
mirada del Otro (que ya se sabe, desde Rimbaud, que es uno mismo): “…
este dolor tan insatisfecho/ que vamos arrebatando al fracaso/ mientras
bailamos entre sus cenizas”, XI.
La palabra… habla de callar, aunque “no un mero estar
callado, sino esa actitud que nos orienta … hacia las simas insondables
de la existencia”. Lo apunta el filósofo Rubén Muñoz en el prólogo. Negociando el dolor
(Ediciones en Huida, 2011), opera prima del poeta sevillano, hablaba
del desconsuelo de un poeta contra un mundo donde no existe el consuelo
(“soy animal que echa a volar/ no soy animal que vuela…”, XXXVIII). En La palabra…,
cada poema expresa la necesidad de escribir un poema, una poesía que
nos acerque al dolor y al mismo tiempo nos libere (“si no alcanzan
las palabras/ a llegar al cielo y volver … será que hay nombres sin
nombre”, XXI). Pero las palabras no dejan comunicarnos, no permiten
remontar el vuelo. De ahí el anhelo por hallar una expresión libre,
estos poemas que reconocen de forma implícita y explícita a Bécquer,
José Ángel Valente, Juan Ramón Jiménez, una tradición que expresa el
horror ante la visión de la palabra, su división en significante y
significado, su pertenencia a una tribu. En el poema en prosa “el lugar
imposible” se lleva al límite la fragmentación de emisor y mensaje. Este
poema expresa, como pocos de la colección, la angustia de tener que
expresar la angustia usando palabras de las cuales es imposible escapar:
(“domicilio-ascensor-portal-paradadeautobús-autobús-paradeautobús-oficinascubículo máquinadecafé-cubículo…).
Mario Álvarez parece tener la respuesta: meterle fuego a las
palabras, aunque junto a ellas arda el propio Mario Álvarez. El no-lugar
resultante será el único lugar donde podamos ser (“ir disminuyendo el
ritmo vital, el pulso, hasta el colapso, … qué pasaría entonces, si
desapareciéramos antes, si te dieran por muerto”, tú). El único vestido
será la desnudez, la única gravedad el vuelo (“moriremos terrestres/ de
gravedad extrema”, XIX). El esfuerzo por quemar las palabras y con ellas
la tradición de la que forman parte, todo aquello que constituye el yo y
que es ajeno al ser, es, en el fondo, sinceridad.
Sólo parece haber una salida: el silencio. Mario Álvarez dice “para
qué tantas palabras”, dice “silencio/ partícula de Dios”, pero es un
Dios al que el poeta sevillano pide palabras, como Bécquer, “palabras
que fuesen a un tiempo/ suspiros y risas, colores y notas”, “palabra más
que palabra”, dice Mario Álvarez, “palabra en llamas”, XXV.
El mayor tamaño de página de la colección “Poesía en tránsito”, de
reciente creación, favorece la no puntuación del texto. La edición de
Pedro Luis Ibáñez Lérida y Martín Lucía cuida al máximo los versos,
unidades de sentido, separados únicamente mediante la distribución
tipográfica, espacios verticales que son silencios. El diseño de portada
al que Martín Lucía nos tiene acostumbrados imprime al poemario una
estética particular. La constante fragmentación y el juego con las
palabras de La palabra… piden, por último, un lector atento y dispuesto a
jugar. Un lector dispuesto a arder.